Jumpin´


por Walter Lezcano


—¡La puta que te parió!— me dijo mamá y fue a socorrer al viejo que estaba en el piso retorciéndose de dolor. Creo que nunca voy a olvidar esa mirada que me largó mamá desde el suelo: triste y, sobre todo, llena de bronca.
Un rato antes, papá me estaba gritando. Yo también le gritaba a él. Rutina, nada nuevo. Para nosotros era un deporte al que le poníamos el alma. Nos estábamos trenzando por una boludez: la música. Digo boludez ahora que pasó el tiempo. Ahora que crecí y puedo ver las cosas de otro modo, menos terminantes. Cuando era chico era duro como un milico. Traficaba con pensamientos de otros y estaba lleno de prejuicios. No sabés, estaba subido a un pony y creía que tenía mucha personalidad.
La cuestión era que estaba escuchando fuerte en mi pieza a los Rolling Stones: Jumping Jack flash, no sé si lo conocés. Él recién volvía del laburo y entró sin golpear, como hacía siempre, y me pidió, más bien me ordenó, que bajara el volumen y se fue. Yo sabía que eso le molestaba, lo ponía loco. Igual se lo hacía porque quería verlo sacado. Sí, nos llevábamos mal. ¿Quién no quiso matar a su viejo en algún momento? Por ahí nadie. Yo sí. Era un pensamiento que tenía seguido. O quería hacerlo mierda, no eran ideas nomás: era algo posta. Pero sabía que era medio imposible, nunca iba a poder hacerlo. Me daba paja. Mucho laburo: pensar un plan, después ver lo del fiambre, tirarlo a un lugar seguro. Pensá que el viejo era un lavarropa, pesaba como 95 kilos y yo mucho menos: era una diferencia, mirá si me herniaba o algo así. Y estaba todo el bondi con la poli: explicaciones, ver a mi vieja hecha bolsa, y toda esa movida. Era mucho. Entonces bardeaba con la cerveza. Papá una vez por semana, domingo o lunes ponele, compraba cinco o seis birras para tomar cuando venía del laburo. Se bajaba una por noche para sentirse un ser humano y sacarse de encima el garrón de estar metido en un matadero ocho o diez horas por día, a veces doce. Todas las tardes o a la nochecita iba a la cocina, abría la heladera y quería sacar una botella bien fría, pero siempre las encontraba tibias. Se enojaba: puteaba a Edesur, a Dios y a María santísima. Creía que era un problema de electricidad, de tensión, de la mala leche del destino. Se quedaba re caliente por no tener con quien quejarse. Unas horas antes yo las había llevado al techo para calentarla, que perdieran vida. Después las dejaba en la heladera y esperaba. De mi pieza escuchaba sus gritos y me reía.

El viejo trabajaba un montón, no había terminado el secundario y era medio bruto. No estuvo mucho en casa. Creo que ahí estaba todo. Vos sabés que no se puede elegir a los viejos, pero sí se puede elegir cómo tratarlo. Yo me propuse destruirle la sonrisa a papá.

Qué loco lo que pasa con la ausencia, ¿no? Uno quiere llenarla con cualquier cosa, con algo groso. Es como hacerle contrapeso al dolor para que no te salte la térmica. Qué sé yo, digo nomás.

Me acuerdo cómo era todo cuando no nos peleábamos tanto. De más chico, cuando volvía del colegio al mediodía comía rápido, me tiraba de panza en la alfombra del living y miraba durante horas la televisión para poder ver qué daban a la noche y contarle a papá para que pudiera elegir lo que más le gustara. Me había memorizado toda la programación de todos los canales y me acercaba a él ansioso, impaciente, y lo veía tomando su vaso grande de cerveza, tranquilo, relajado, mamá al lado. Entonces creía que era el momento justo y lo tenía enfrente. Él me veía y decía como si le rompiera las bolas:
—No, ahora no… después.— Ese momento nunca llegaba. Después se convirtió en lo inalcanzable. Después, ahora odio los después...

...sigue en Escrituras indie...

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