La Ruta del sol...de gira hasta El Mató


Amanece con los muertos…


Tenía doce años cuando fui a mi primer recital. Fue en el microestadio de Ferro. Tocaban Los Piojos, una banda que, a veces pasa, ahora no me gusta nada. Como no encontré a nadie que me acompañara tuve que ir sólo. Unos días antes me había comprado Tercer arco. Y los días previos al recital lo escuché tantas veces que hasta mi vieja se aprendió los temas. Era un sábado soleado. Salí temprano de Calzada, era un viaje largo hasta Caballito. Fui caminando las veinte cuadras hasta la estación de trenes para tomar la chanchita y pensaba que una gran aventura estaba arrancando. En Constitución me tomé el subte y vi un para de personas con remeras de Los Piojos. Estaban luqueados para la ocasión: el flequillito, el pañuelito en el cuello, el yin gastado y las toper blanca o celestes. Me pareció tan bella esa imagen que sentí envidia por ellos. Miré mi pilcha y parecía que iba a ver a mi abuela al geriátrico. No sabía donde quedaba Ferro, mi plan era ir preguntando, así que pensé que lo mejor era seguir al grupito, ellos parecían tenerla clara. Llegamos hicimos la cola y para hacer tiempo la gente se puso a cantar temas de Los Piojos, otros tomaban cerveza o fumaban porro o se cagaban de risa. Sin pensarlo mucho ni darme cuenta me vi involucrado con esa comunión de seres desconocidos que estaba forjándose. Alguien me convidó cerveza y me preguntó cuál era el tema que más me gustaba, y nos pusimos a chamuyar de cualquier cosa mientras otro decía que había que hacer una vaquita para comprar un par más de birra. Cuando entramos los perdí pero inmediatamente me puse a hablar con otros que me preguntaba cuántas veces había ido a ver a Los Piojos. Es mi primera vez, contesté y me dijeron bien ahí, loco. Cuando se apagaron las luces del lugar la gente empezó a gritar y yo también lo hice, por supuesto. Y salió Ciro y dijo buenas noches y yo supe en ese preciso instante que la vida podía ser hermosa cuando se la vive de esa manera: compartiendo con los demás un momento único e irrepetible.


Vienen bajando, las multitudes inquietas…


Cuando pasé a tercer año de la técnica tres de Solano me empecé a juntar con unos chabones a los que sólo les gustaba pasarse cajitas de vino en una esquina e ir a recitales. Por fin había encontrado mi lugar. Pero como la perfección no existe en este mundo había un problemita, a ellos les cabía el jevi, y yo era más del palo rockero. No me importó, porque a los trece años lo único que quería era encajar y formar parte de alguna banda de pibes que se moviera como si no existieran los padres. Tenían el pelo largo, se vestían todos de negro y calzaban toper negras o borcegos. Parecía que era un uniforme reglamentario, como la SS pero desarreglados y sin brillo. Yo hacía lo que podía con mi apariencia porque en mi casa me compraban la pilcha que se podía pagar, no la que yo pedía. Todo bien, los pibes no me decían nada y me dejaban estar con ellos. Todos los sábados íbamos a cualquier bar a ver esas bandas que nos pasaban del segundo recital, pero que hacían mucho ruido y uno iba porque daba gusto ver a un conocido saber tocar un instrumento y poner algunas palabras y gritarle a un micrófono y hacer muchos covers para que nadie se aburra. Hasta que un día uno trajo un casete del primer disco de La Renga, lo puso diciendo me dijeron que está bueno, y a todos nos partió la cabeza. Parecía que ese sonido tenía todo lo que estábamos pidiendo y no encontrábamos por ningún lado. Fuerza, imaginación, rudeza, violencia, desafío. Desde ese momento la convertimos en nuestra banda y fuimos todos lados a verlos. Pero cuando digo todos quiero decir absolutamente todos. El día del recital nos juntábamos al mediodía en la casa de alguno, comíamos lo que había, poníamos La Renga y hacíamos tiempo hasta la hora de salir. Fueron dos años así. Durante todo ese tiempo esos chicos se convirtieron en mis hermanos y pude contar con ellos cada vez que se me caía la botella y el suelo se movía demasiado. Aprendimos a conocernos y a bancarnos sin importar nada porque nunca se deja tirado a nadie. Vamos y volvemos juntos, decíamos con orgullo. Cuando encuentro gente grande que me cuenta de cómo seguía a los Redondos como si fuera la gran cosa yo les hablo de cuando seguíamos a La Renga y nos trenzamos para ver cuál de los dos vivió la gran Epopeya.


…diamante…


A Patri la conocí, averigüé su teléfono y la llamé para invitarla a un recital que se hacía en una casa de Mármol, no sabía dónde más podía ir a pasarla bien con alguien, me parecía el mejor plan. Ella me escuchó y después hizo el silencio más largo de la historia y yo supe que al final de ese túnel se venía un tren a toda velocidad para destrozarme. No era la primera mujer que hacía de torero con mis esperanzas. Me repuse con una pequeña molestia en el pecho y seguí como si la vida no fuera exactamente eso que acababa de pasar: deseos incumplidos. La siguiente vez que Patri apareció estaba contenta. Yo no podía mantener la sonrisa, así que pensé mejor me voy al carajo. Cuando me paré, ella se acercó y me preguntó si me iba al recital de Mármol. Sí, le contesté y pensé ¿qué onda esta pendeja? Bueno, vamos, me dijo muy tranquila y decidida. Lo que pasó después fue un increíble final feliz a las tres de la mañana mientras unos pibes vestidos de traje tocaban temas de Fun People. Y, sí, otra vez un recital que hace que las cosa vayan mucho mejor...



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